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Crónicas

    • 17
    • 09
    • 2015
  • Layos II

    Desastre en Layos

por: José Fernández Beaumont

Cada uno cuenta la batalla como le ha ido. No sé cómo se han encontrado los otros, los otros 27 que participaron en este campeonato de Layos. Para mí la jornada ha supuesto un pequeño desastre. Y digo lo de “pequeño” porque no merece la pena detenerse mucho en exponer una experiencia individual como la mía y elevarla a categoría universal. El caso es que puedo hablar de pequeños desastres en un campo grande. Porque Layos es un gran campo, vamos, un campazo, aún con sus endiablados y puñeteros roughs y su excesivo riego en calles y greenes.

El escenario en el que teníamos que medirnos presentaba datos muy positivos: un día preotoñal espléndido, un grenfee gratuito prácticamente para todos los participantes (porque se trataba del segundo grande de la temporada para los socios que habían disputado al menos dos torneos) y porque contábamos con el aliciente de premios en bonos de compra, de 100 euros para los ganadores scratch y hándicap y de 50 euros para los autores de la bola más cercana y el drive más largo. El broche de oro: nos esperaba en el hoyo 19 un gran cocido del Restaurante El Mulato. Así que se nos antojaba – al menos a mí me lo parecía- una jornada más que atractiva.

Pero las cosas comienzan a torcerse cuando llego al campo con una hora de antelación para poder desayunar, practicar o simplemente intercambiar las primeras impresiones entre participantes, algunos de ellos amigos, todos ellos conocidos. Resulta que por “error administrativo” no hay buggys para algunos que los habíamos pedido y se nos había dicho que el tema estaba resuelto. Al presidente de la Asociación, Pepe Sanjurjo, se lo llevan los demonios y no acierta a expresar su indignación.

Así que, dado que no habíamos traído nuestros propios carros de mano, decidimos alquilar carros eléctricos. Diez euros de vellón y no en buenas condiciones como se demostró cuando en los tres últimos hoyo a algunos les fallaba ostensiblemente la batería. Como el jugador de golf es tozudo, aventurero y hasta espartano, había que tirarse al campo como fuera. Cada uno con su propia mochila cargada de huellas de enfermedades más o menos inhabilitantes para determinados esfuerzos, con sus problemas familiares aparcados por unas horas o simplemente con la intención de hacer ejercicio físico y mejorar el tono vital.

Quizás no hubo voluntad o suerte, o ambas cosas, pero el juego comenzó pronto a torcerse (a pesar de haber hecho par en el primer hoyo jugado). Después rabazo por aquí, topazo por allí, caída al agua, pérdida de bola y otras lindezas que nos suelen cabrear y a la vez nos mantienen entregados a este juego extraño , encadenante y a la vez liberador. Para colmo el agua de la ducha, al final de la partida, no estaba caliente, ni siquiera tibia, y previamente habíamos tenido que abonar un euro por usar una toalla sin que nadie advirtiera sobre la temperatura real del agua.

Todos conocemos algunos jugadores maniáticos –que suelen coincidir con aquellos que detentan un hándicap bajo- que llaman la atención severamente y a veces de forma no precisamente agradable, a aquellos otros que se sitúan delante, detrás, que pisan el green en su línea de tiro, o que simplemente hacen algún tipo de ruido o movimiento. Y ya no digamos si suena el teléfono móvil a lo largo de la partida. En una ocasión uno de estos jugadores me llamó seriamente la atención porque cuando él iba a golpear con el driver desde del tee de uno de los hoyos yo me encontraba cerca (a unos cuatro metros) haciendo ruido con las dos bolas de golf que suelo llevar en el bolsillo. Para mí el ruido era imperceptible, pero hería su sensibilidad y obstaculizaba su concentración.

Lejos de mí echarle la culpa al uso de carros, carretas o carretillas, a la altura de la hierba, a la manta de agua sobre el césped o a la lentitud o rapidez de los greenes para justificar de alguna manera el cúmulo de desastres golfísticos que he vivido el viernes 18 de septiembre en Layos. Estoy convencido de que el golf supone un reto permanente que exige una concentración constante y una adaptación mental a cada golpe. Cuentan de un jugador profesional (cuyo nombre no recuerdo) que falló un golpe de calle y sus compañeros le dijeron que lo repitiera porque había pasado en ese momento por encima un avión que se disponía a aterrizar en el cercano aeropuerto. ¿Un avión? ¿Qué avión? Exclamó el profesional, dando evidentes muestras de que el estruendoso paso del avión no había sido el causante de su mal golpe.

Pese a todo me sumo a la felicitación a los ganadores en las distintas modalidades (Enrique Carneros, Crescencio Argueso, José Andrés García Viu, María Luisa Perales) cuyas actuaciones vienen a confirmar que el auténtico triunfador es el golf.

Vamos. Digo yo desde este “pequeño desastre” de Layos.